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La cifra: “Futbol llanero”, Jesús Chávez Marín

“Futbol llanero”

Por: Jesús Chávez Marín.

A Romelia le gustaban las mujeres, pero no lo vino a saber del todo hasta que tenía cerca de los 30 años. Incluso desde jovencita había tenido novios, y con algunos de ellos también relaciones sexuales, que por obvias razones nunca fueron del todo satisfactorias, aunque sí disfrutó parcialmente la deliciosa experiencia del amor. Desde niña había preferido los juegos bruscos de los niños del barrio, más que jugar a la comidita o a las muñecas. Su mejor amigo era Chuy, porque lo veía un poco más civilizado que los demás muchachitos de la calle donde vivía.

Eran aquellos tiempos felices cuando los niños de Chihuahua andaban seguros afuera de sus casas. A Romelia le gustaba hacer largos paseos con los muchachos del barrio; una vez al año, cerca de Navidad, caminaban hasta las faldas del Cerro Grande, donde en ese tiempo estaba el relleno sanitario, al que ellos le decían Los Basuderones, o sea, donde los camiones del municipio vaciaban el contenido, la recolección de desechos de toda la ciudad.

Salían desde temprano, y todo el día lo dedicaban a la minuciosa recolección de juguetes, algunos en muy buen estado y otros a los que les faltaba alguna pieza, pero que eran susceptibles de arreglo. Por la tarde, antes del anochecer, cada niño regresaba con su buen cargamento de lo que habían hallado: muñecas, monitos, carros; algúnos afortunados traía hasta bicicletas en muy buen estado.

Casi ninguna niña se atrevía a hacer semejante exploración; en primer lugar, porque las niñas, por su natural inclinación más delicada, suelen ser más limpias y procuran evitar los ambientes sucios. También porque sus mamás no les daban permiso de irse tan lejos de sus casas, y en cambio a los niños sí, y algunos eran tan chinolibres que ni pedían permiso. Romelia siempre se apuntaba en las acciones más rudas, y aunque su mamá le ponía vestiditos rosas y blusas con olanes, siempre parecía un chavalo, a pesar de que su abuelita la regañaba:

—No sea tan machetona, m´hijita, así nunca va a conseguir novio —le decía, a pesar de que la niña no estaba en edad de entender esa expresión, pero ya ven ustedes la confianza un tanto descarada que suelen tener las abuelas con sus nietas.

Así creció la niña feliz entre sus amigos, con la libertad que da la niñez en las barriadas; era un mundo no tan sobrepoblado como el de ahora y todavía había grandes llanuras. Uno de los paseos favoritos de la palomilla era subir hasta la cumbre del Cerro Grande y mirar el infinito mundo donde se edificaba la todavía pequeña ciudad de Chihuahua.

 

*

 

Romelia siguió cultivando una amistad más cercana con Chuy, al cual había ubicado desde el principio en esa zona preferencial que después se llamaría la friend zone, la zona de amigos, donde la confianza suele ser muy plena, ya que se elimina la habitual tensión sexual que existe en las amistades mixtas.

Romelia se sentía muy a gusto en la compañía de su amigo, jugaban horas frente al tablero de las damas inglesas y los dos llegaron a ser tan expertos que nadie más conseguía ganarles ninguna partida, excepto ellos dos el uno al otro, a veces ella a él, a veces él a ella.

Eran de la misma edad. Desde su más temprana adolescencia, cuando estaban al final de la escuela primaria, también iniciaron acciones más íntimas: jugaban literalmente a las luchas al tú por tú; el muchacho aprovechaba muy bien aquellos escarceos para tocarle el cuerpo por todos lados. Ella se dejaba acariciar en medio de la rudeza cuerpo a cuerpo; también satisfacía su curiosidad en el cuerpo de él; en especial le encantaba percibir su erección cuando se complacía especialmente en sus pechos recién nacidos y en sus piernas. Entonces lo tocaba con las manos y se frotaba contra el pene las nalgas y por todas partes del cuerpo, más por curiosidad que con deseo.

Así fueron creciendo los dos, tan amigos como siempre. Pero cuando estaban en la secundaria hubo un factor que habría de separarlos: él se enamoró, y ella no.

Es difícil entender el dolor que causa entre los hombres y las mujeres cuando son jóvenes y alguno, o alguna, se ve de pronto existiendo en la región llamada zona de amigos, que los medios han popularizado como the friend zone. Uno de los dos, o los dos juntos, cada quien por su lado, se sienten profundamente rechazados, o rechazadas, por el que durante toda una vida había sido su relación más significativa, la más cercana al cuerpo y al corazón. Allí se bifurcan los caminos.

Después de haber sido los mejores amigos, más que hermanos, Romelia y Chuy se empezaron a distanciar en la Secundaria. Chuy se desanimó por no ser correspondido como él quería, incluso en un baile de la escuela se le había declarado en forma con la clásica pregunta de ¿quieres ser mi novia?, pero ella no le dio la respuesta que él esperaba, aunque con toda delicadeza procuró no lastimarlo con una negativa tajante.

Unas semanas después, ella empezó a salir con un muchacho del Colegio de Bachilleres que la pretendía. Él pasaba por ella los viernes en el carro familiar que le prestaban sus papás, y Chuy desde la ventana de enseguida miraba muy triste cómo se habían ido juntos, llevándose ella su corazón, siempre tan dócil.

 

*

 

Así pasaron los años. Romelia se casó con un compañero de la universidad, poco después de que se graduaron juntos de la Facultad de Derecho. Chuy se casó un año después con una muchacha que fue su novia siete meses y a la que había llegado a querer, aunque no con la ilusión ni la intensidad de su primer amor, quien se había ido del barrio a una casa que compró su esposo en la otra orilla de la ciudad.

Se casó a los 25 años y se fueron de luna de miel a Mazatlán. En Mazatlán se hospedaron en una de las presidenciales del Hotel Suite las Flores, y en su luna de miel se dio cuenta que el sexo no tenía tanto chiste como contaban los díceres de la gente. Su esposo era dos años mayor que ella, pero tampoco sabía gran cosa del asunto, era el clásico autocomplaciente que resultaba en eyaculación precoz.

De cualquier forma, se supone que allí encargaron a su primer hijo. Alfonso, el mismo nombre del padre, nació nueve meses después y fue un acontecimiento feliz para los esposos. Aunque era abogado, él trabajó en la industria de la construcción y le empezó a ir bien; comenzó trabajando en una compañía de mucha clientela y le fueron pagando cada vez mejor, pues era eficiente en su trabajo y tenía habilidad para tratar con mano firme con una pléyade de albañiles, carpinteros, plomeros, electricistas, de quienes en poco tiempo solía hacerse buen amigo, luego de acompañarlos todos los sábados a diversas cantinas de la ciudad y organizarles una carne asada con cerveza sin límite cada tres de abril, día de la Santa Cruz, que es el día oficial en el que se celebra el oficio de la construcción. Él mismo en persona se ponía en uno de los cinco asadores a cocinar la carne. Para la ocasión, se iban todos al Herradero y la verdad aquello se convertía en una gran fiesta.

Pocos años después edificó una empresa que durante algunos años fue productiva y alcanzó a forjar una mediana fortuna; Alfonso era sin duda un buen hombre y buen proveedor, era generoso con su esposa y con su hijo; también con todas las personas que tenían tratos con él.

Sin embargo, en la intimidad de la pareja no había felicidad, o más bien, no había plenitud, a pesar de que ambos se tenían cariño. A pesar de que Romelia había terminado la universidad, nunca ejerció su carrera de abogada, se dedicó a ser la perfecta ama de casa. Pero un íntimo desasosiego perturbaba su corazón, un vacío existencial que no lograba definir.

Cuando su hijo entró al kínder, las amigas de su barrio de la infancia la invitaron a participar en un equipo de soccer femenil que habían formado para participar en torneos municipales de futbol llanero. A pesar de que ya tenía 28 años, y que la mayoría de las jugadoras eran bastante más jóvenes, no se sentía tan fuera de lugar, pues rango era de los 18 a los 30 años.

En esa actividad deportiva, Romelia habría de conocer al verdadero amor de su vida: Amalia.

 

*

 

Como tantas otras relaciones humanas, todo había iniciado en una fiesta cuando el equipo Las Divas de la Rosario ganaron el campeonato en el Torneo Estatal 1982. La fiesta fue en grande, entre todas rentaron el Mortero, a un costado del Santuario de Guadalupe. La fiesta se inició a las 12 del medio día de un sábado de abril.

Entre todas prepararon una deliciosa comida, cocinada allí mismo. Nada que ver con la elemental carne asada que suele reinar en las reuniones de hombres; aquello fue una variedad gourmet donde había desde ensaladas hasta postres deliciosos.

Cuando llegaron pusieron música y algunas empezaron a bailar entre ellas. Romelia estaba platicando con sus amigas y en eso se acercó a su mesa la joven Amalia, quien andaba feliz porque en el torneo había conseguido el título de la mejor goleadora de la temporada. Tendiéndole la mano, se dirigió a
Romelia y le dijo:

—Bailamos, Romelia —con una gran sonrisa y enredándose coquetamente un mechón de su hermosa cabellera.

Romelia sintió un escalofrío delicioso, un shot de adrenalina y gozo, efecto bioquímico que jamás en su vida había experimentado. También sintió que se le subían los colores a la cara y una inesperada timidez. Sin decir una palabra, se levantó lentamente y tomó la mano de quien tan galanamente la había sacado a bailar.

Esa noche fue muy feliz para Romelia; con la lucidez y la confianza que da compartir algunos tragos, las dos mujeres platicaron toda la tarde con inusual sinceridad. Aunque solo se habían conocido superficialmente en los juegos y en algunas reuniones que se hacen al final de cada partido, Amalia había despertado en Romelia mucha simpatía, y ahora constataba con agrado que la simpatía era mutua.

La muchacha le contó que era hija de madre soltera y se había criado muy consentida por su mamá y sus tías, que la adoraban y la habían cuidado con cariño. Le contó que estaba estudiando la carrera de enfermería en la UACH, ya estaba en los últimos semestres y estaba fascinada con las prácticas profesionales, que le había tocado en suerte cursar en la Clínica Morelos del Seguro Social.

También Amalia le contó su vida con lujo de detalles, como antes no la había platicado a ninguna otra persona. Y se quedó sorprendida cuando, ya casi al final de la reunión, la muchacha le dijo:

—Amiga, tengo que decirte algo. A mí no me gustan los hombres, me gustan las mujeres. Y tú, me encantas.

 

*

 

La relación amorosa de Romelia y Amalia fue desde el inicio de plena felicidad por un lado, y de energía de cambio por el otro. Para Romelia fue el inicio de una plenitud sexual que nunca antes había tenido, pues llegó completamente inexperta al matrimonio con un buen hombre igualmente inexperto que ella, muy torpe y de poca sensibilidad.

Amalia, en cambio, desde jovencita se había interesado en cultivarse en la práctica de las caricias; y no solo en la práctica, sino que además la sensualidad era tema dominante de todas sus lecturas.

Había sido también gran lectora de novelas románticas; el amor le interesaba no solo como ciencia de la conducta, sino también como mito literario y hasta religioso. A pesar de ello no era nada promiscua, sino lo contrario. Tenía una fe firme en la grandeza del amor como ideal y como trascendencia.

La llaneza y sencillez con la que abordó a la bella Romelia no era su costumbre habitual, al contrario, un cierto pudor y timidez eran parte de sus encantos femeninos.

 

*

 

Romelia habló con su esposo en tono de gran serenidad y le propuso que se divorciaran de la manera más amistosa posible. Él preguntó sin mucho interés por las razones de aquella propuesta; ella le dijo que tenía intenciones de hacer una reingeniería de su vida: se proponía titularse de su licenciatura en derecho y deseaba más que nada ser independiente económicamente. Le pidió tres cosas muy sencillas: que le permitiera vivir en una de las casas de la que eran propietarios en sociedad conyugal, que la apoyara económicamente mientras se graduaba y conseguía trabajo, y, sobre todo, que le permitiera que su hijo viviera con ella y que él siguiera siendo el buen padre que había sido siempre.

Él accedió a todas las peticiones, pues amaba sinceramente a su mujer, pero como a una hermana, a una amiga. No despertaba en él ninguna atracción física a pesar de que ella era guapa; con él era fría y nada cariñosa, sobre todo los últimos años.

Tres meses después de que llegó la sentencia de divorcio, cuyo proceso se había realizado sin dificultades ni querellas, Romelia le pidió a su querida Amalia que se viniera a vivir con ella a la casa que en el divorcio quedó escriturada como de su propiedad. Y así fue como, con sencillez y naturalidad iniciaron una vida feliz y amorosa.

The end.

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