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De Sara Contreras Castañón.
Mi cansancio no es reciente, es un cansancio acumulado, un cansancio de muchos años, es el típico cansancio que se siente cuando no se hace nada por cambiar la vida. Trato de combatirlo y escucho los autos que se deslizan por la vía de asfalto, aquellas voces fantasmales que alguna vez gritaron mi nombre. La lluvia cae en el techo, me obligo a contar hasta cien para empezar a oír su goteo, pienso en las muchas veces que he visto llover.
Me cuento historias sobre mi vida o sobre esa otra vida que he vivido en la imaginación. Los dedos, las manos, duelen, como aquella vez que tenía siete años y el frío provocó mi llanto o como cuando apreté, con todas mis fuerzas, una piedra en forma de corazón, la apreté porque temía perderla sin que tú la vieras, o como cuando me aferré a tu espalda y dije que te amaba.
No recuerdo cuando fue que empezaste a bailar otra melodía, solo te vi seguir unas notas discordantes que rasgaron mi nido. La oscuridad devoró mi luz y me enseñaste a llorar en silencio.
Tu indolente pasión jamás me ofreció una estrella. Te volviste temeroso de mi silencio, de mis palabras, de mi presencia, de mi ausencia.
Treinta y tres años de esperar a que el amor nos salvara de nuestros pecados y terminamos confesando los pecados y la muerte del amor. Esa noche lo velamos y tres días después lo sepultamos, con la certeza de que nunca resucitaría.
Un día las heridas sanarán, decían los ilesos. Un día todo olvidarás, dijeron los que no saben de olvidos. No. No puedo sanar por mí misma, necesito un cíclope de acero que penetre con su ojo mis heridas y que el hilillo que ese ojo arrastra sea mi último dolor.
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