“La noche que bailamos en el Noa Noa”
Por Josefina Hernández Bernadett y Jesús Chávez Marín (al alimón).
Foto: Pedro Chacón.
Tenía una forma muy especial de flirtear con doña Sofía. Observaba cómo los novios de mis hermanas conseguían sus objetivos con bromas y elogios, pero nunca había visto a mi madre caer tan redondita frente a las habilidades de seducción de alguien.
Luis Ernesto nació dotado de una gracia y galanura que usaba como estrategia para lograr lo que quería, no se le escapaba nadie, ni doña Sofía, a quien conocía desde hacía solo unos meses.
―Doña Sofía, vamos a un concierto clásico. Déjela ir, ella se sabe cuidar, ya está grandecita; además usted la ha educado muy bien, ¿a poco va a desconfiar de mí? ¿Cuándo le he fallado? Es más, la invito a usted también, le va a encantar. Ándele, vamos los tres ―le dijo, la tarde de un viernes.
―Que voy a andar haciendo yo en un concierto. Mi lugar está en mi casa, que para mí es más que suficiente. Oiga, ¿y cuánto tiempo va a tardar eso?, ¿a qué horas regresan?―preguntó ella, casi cayendo en la trampa de una sonrisa seductora.
―Pues temprano, doña Sofía. Aunque tal vez nos vayamos a cenar algo a la salida.
―Como cree, de aquí se van cenaditos.
Él siguió elogiando la cena y las habilidades culinarias de doña Chofis, como le llamaba cuando no estaba frente a ella. Doña Sofía le corría las atenciones como anfitriona. Luis Ernesto llevaba con habilidad la conversación al terreno de interés de ella, los hijos, la casa, la buena educación y los cuidados en lo que se esmeraba tanto.
Reí para mis adentros al ver la facilidad con que había logrado el permiso que a mí me hubiera llevado al menos dos semanas conseguir. Ir con él, a solas, de noche.
Lo que Luis Ernesto omitió fue que íbamos a un concierto de Deep Purple, donde giraba la marihuana, parejas de hombres y mujeres que se besaban sin recato, y los descamisados que hacían alarde de su júbilo arrancándose la ropa. También omitió que Íbamos a El Paso, y yo me había quedado callada observando maravillada sus dones de convencimiento.
Más tarde, mientras nos paramos a comprar cervezas, le dije:
―Mentiroso.
En el estacionamiento, retando las normas americanas, destapó dos botellas con el abridor que cargaba en su llavero, y masticando unas papas fritas me contestó, entre carcajadas:
―No mentí. Este concierto es un clásico, las futuras generaciones lo recordarán, te vas a acordar de mí; te va a encantar. Además, fue en parte verdad, porque la próxima semana iremos a UTEP a ver Don Giovanni, de Mozart. Un estreno de temporada―me dijo, mientras me extendía la plaquette del programa.
―Que emoción―exclamé, mientras desdoblaba el tríptico. Me va a encantar, nunca he estado en una ópera. Pero no creo que me dejen salir tan seguido, ni aunque vayas de rodillas.
―Júralo que vendremos, ya compré los boletos. Estoy seguro de que tengo a doña Chofis en mis manos. ¿Qué perfume le gusta a tu mamá?
―Ay cómo eres. ¡Qué grosero!, no le digas así. Anaís Nin.
Y como lo predijo, fuimos a la ópera y mi mamá se quedó fascinada con su kit de Anais Nin, que a ella le parecía tan caro y que él le regaló como si nada, entre sonrisas y tratando de que todo fuera de lo más natural, para que no se lo fuera a rechazar.
*
La palabra homosexual no se usaba en ese tiempo. Y aunque intuía las correrías nocturnas, por alguno que otro de sus comentarios, muy discretos, nunca hablamos del tema. Jamás pasó por mi mente alguna de las palabras ofensivas que otras personas, incluso mis hermanos, hubieran usado para referirse a él.
Era mi primer amigo hombre. Antes había tenido únicamente un novio y me había sentido contenta con ese status, aunque más que el matrimonio me atraía la riqueza de la vida: aprender, conocer, viajar. De trastes y chamacos había visto bastante. Tal vez por eso me resultaba interesante salir con él, mis paseos sin amigas, en su automóvil nuevo, a solas. Solita con él, tan audaz, inteligente, culto.
Recorrimos la vida nocturna de Juárez, desde lugares lujosos hasta los arrabaleros. A pesar de que yo había nacido en esa ciudad, a mi edad no tenía ni idea de tanto movimiento, situaciones algunas tan extremas para una hija de familia.
Un vez me dijo:
―Tengo una sorpresota que te va a encantar. ¿A dónde crees que vamos a ir a la noche?
―No tengo idea, Luis Ernesto. Y no me gustan las adivinanzas―le respondí un poco ruda, porque así lo trataba siempre, y él a mí.
―Estamos invitados a una fiesta privada donde va a estar ni más ni menos que el mismito Alberto Aguilera, Juan Gabriel.
―Ay, no. Me estás vacilando ―casi le grité de la emoción, un poco medio dudando y otro poco ya bien contenta, porque sabía que él era capaz de eso y de más, tenía amistades por todos lados.
―Claro que no, chinita, ¿cómo crees? Resulta que Ricardo, el del El Noa Noa, va a cerrar el lugar para celebrarle el cumpleaños a Alberto. Son amiguísimos desde que su papi, el anterior dueño del bar, le dio chanza de cantar allí, cuando apenas empezaba. Vamos a ser pocos invitados, y muy exclusivos.
*
La avenida Juárez era un océano de jóvenes que venían de todos lados, muchos eran norteamericanos. Para aceptar las duras rutinas militares los motivaban dos cosas, los sueldos de un trabajo en el que se ganaba fácil el ingreso, y proteger a la nación de la amenaza del comunismo en un territorio exótico y lejano, del cual que no tenían la menor idea dónde estaba, pero que sí sabían que el enemigo a vencer era gente pequeña de ojos rasgados que se escondían en selvas tan oscuras como su incierto destino. Habían respondido con valentía a la invitación de un cartel del Tío Sam, el del sobrero de barras y estrellas.
Cientos de jóvenes ávidos de diversión cruzaban el puente para premiar su valentía y esfuerzo con unas horas de solaz. Traían dólares para gastar en alcohol y música. Eran los sesentas del Tropicana, el Noa Noa, el Moroco.
Me hubiera gustado pasear por las noches en esa la avenida en aquellos tiempos bulliciosos. Cuando Luis Ernesto me dijo del cumpleaños, me entusiasmó conocer uno tantos bares de leyenda. Habíamos estado en otros, nos faltaba ese. Y como un plus, íbamos a conocer a Juan Gabriel, el artista que le gustaba a todo mundo, hasta a mi abuela y mi madre.
Como siempre, Luis Ernesto previó a detalle nuestro gran festejo. Llevaba dos botellas de whisky que yo metería en mi bolsa sin que me revisaran al entrar pues, como él dijo, ya todo estaba arreglado.
Nuestra emoción era enorme. En su carro, tan reluciente como siempre, nos detuvimos a comprar unas flautas callejeras. Mientras comía, se echó la corbata a la espalda para no mancharla de crema o salsa. Me dijo además que en el bar habría cena y barra libre.
―¿Entonces para qué llevamos botellas y comes flautas en la calle?
―Uno nunca sabe, por eso hay que llegar comidos. Además traigo hambre, má.
―Pues yo me espero al caviar.
*
Nos estacionamos casi a la puerta, costumbre que mi amigo resolvía con buenas propinas. Brillos y perfumes inundaban el ambiente, que, aunque pequeño y en penumbras, lucía espléndido. Todo mundo estaba feliz, se contagiaba la risa y la expectación. Él no había llegado aún.
Pese a la promesa de ser unos cuantos, el lugar estaba abarrotado. Como la barra era libre, no hubiera sido necesario el whisky que guardaba en mi bolsa. Luis Ernesto se veía contento y yo con él, saludando a todo mundo con abrazos o besos; agitaba la mano para saludar a los más distantes.
De pronto bajó el bullicio, entró un pequeño grupo de señores de traje, ocuparon un lugar reservado; detrás de ellos, tres hombres de negro con algo que parecían radios. Muy discretos. Empresarios o políticos, de seguro.
En ese momento noté que Luis Ernesto se encorvaba, como si se estuviera protegiendo de la vista de alguien. Su comportamiento me pareció raro; por unos instantes permaneció callado, dejó de sonreír. Me preocupé. Volví disimuladamente la cara para ver a mi rededor y no observé nada extraño, tal vez los tres hombres de trajes iguales que, parados en la barra, parecían tener el registro visual de todo el bar.
―¿Pasa algo?―le pregunté al verlo tan pálido. Estábamos pegaditos, por las mesas pequeñas y el gentío.
―Nada.
Extraña respuesta en él, tan prolijo siempre.
Seguí algo preocupada, pero con su respuesta no me atreví a preguntar, por miedo a ser imprudente. No era el mismo Luis Ernesto de siempre.
*
La tomó de la mano y, como Cenicienta a las doce campanadas, salieron casi corriendo, sin despedirse. Ella iba con miedo; había algo que solo Luis Ernesto sabía. Afortunadamente el auto estaba cerca. Todo era extraño, irreal, había dicho que no se perdería esa fiesta por nada del mundo y ahora partían del lugar, despavoridos.
Entre las sombras salieron del estacionamiento y se perdieron en las calles solitarias, a toda velocidad. Ella miraba el retrovisor, cuidando los pocos autos de la noche.
―Bájate, mañana te explico.
Arrancó sin beso de despedida. Con el susto en la garganta, ella se quedó en la mesa contigua al teléfono, esperando una llamada, una explicación.
El domingo, pese a la desvelada, despertó temprano, le marcó; no hubo respuesta. Ya con algo de angustia, se puso a llamar a los amigos comunes, y nadie sabe nada. Suponía que todo tenía que ver con aquellos hombres de negro que llegaron al bar, trató de recordar si habría visto algo raro en el estacionamiento. Debió insistir.
¿Y si le pasó algo?
No se lo iba a perdonar. Fue hasta el lunes cuando recibió la llamada de Luis Ernesto; con voz apagada le preguntó que cómo estaba.
―¿Cómo estás tú?, me tenías muy preocupada, ¿por qué no contestas?
―Estoy en el hospital. Bastante mal todavía, pero ya mejor.
―¿Cómo que en el hospital? ¿Estás golpeado? Nos siguieron, ¿verdad?, aquellos tipos. Por qué no me dijiste que estabas en peligro, ¿Qué te hicieron esos guaruras?
―Ellos, nada. Fueron las flautas, querida. Una intoxicación de la chingada; apenas pude aguantar el torzón para irte a llevar a tu casa; de allí me vine directo al hospital. Apenas llegué.
The end.
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