¿Se realizará la consulta popular promovida por el Ejecutivo Federal, aunque sea con otra pregunta para electores?, ¿será otra la consulta?, ¿se les preguntará si están de acuerdo o no con la formación de comisiones de la verdad? La incertidumbre reina, ésta sí soberana, en el panorama político de estos días. En fin, se verá, pero vale la pena examinar algunos aspectos que me parecen sobresalientes de la petición a la Suprema Corte que está en la base de todo lo anterior.
La decisión tomada por la Suprema Corte el jueves 1º de octubre, acerca de la petición de consulta popular por parte del Ejecutivo Federal, pone de manifiesto algunas peculiaridades de la arquitectura constitucional que determina el funcionamiento de las instituciones públicas.
Reflexionar sobre tales aspectos, más allá del análisis del fallo, pudiera reflejar elementos que, en mi opinión, por ahora parecen estar ausentes en el debate público e inclusive en la misma academia.
A la Suprema Corte le correspondía la determinación acerca de si la petición de consulta era constitucional o no lo era, es decir, brevemente, si contradecía o no algún contenido de ésta. La respuesta de la Suprema Corte (SCJN) como sabemos, en una votación de 6 contra 5, terminó sosteniendo la constitucionalidad de la petición, pero al mismo tiempo modificando la pregunta que se debería someter a consulta, que quedó de esta manera: “¿Estás de acuerdo o no en que se lleven a cabo las acciones pertinentes, con apego al marco constitucional, y legal para emprender un proceso de esclarecimiento de las decisiones políticas tomadas en los años pasados por los actores políticos, encaminado a garantizar la justicia y los derechos de las probables víctimas?”.
La pregunta original con la que el Ejecutivo Federal después de una amplia exposición de motivos concluía su petición era la siguiente: “Está de acuerdo o no con que las autoridades competentes, con apego a las leyes y procedimientos aplicables, investiguen, y en su caso sancionen, la presunta comisión de delitos por parte de los expresidentes Carlos Salinas de Gortari, Ernesto Zedillo Ponce de León, Vicente Fox Quesada, Felipe Calderón Hinojosa y Enrique Peña Nieto antes, durante y después de sus respectivas gestiones”.
En pocas palabras, el Ejecutivo pedía a la ciudadanía decidir si estaban de acuerdo para que: 1) la Fiscalía investigara si existen, o existieron, hechos calificados como ilícitos, y que si, en el caso de respuesta afirmativa, existen fuertes indicios de que fueron cometidos por los sujetos mencionados; 2) si se comprobara, mediante los procedimientos establecidos por la ley, que ellos efectivamente son responsables de tales hechos se les sancionase también de acuerdo con lo previsto por la ley.
Me parece oportuno, para tratar de colocar la solicitud en una dimensión que posibilite una valoración jurídico-política de la decisión de la Suprema Corte, examinar la pregunta a la luz de la exposición de motivos. El objetivo que se pretendía alcanzar, una vez que se sitúa el espacio de tiempo en el que los expresidentes ocuparon el cargo y una vez que, además, se describe el deterioro político-económico del país durante tal período, aparece claramente delineado en el apartado 14º de la exposición de motivos. Lo reproduzco fielmente: “El ejercicio de la consulta popular sobre la viabilidad de iniciar procesos en contra de los expresidentes es en sí mismo un precedente necesario para prevenir la repetición de conductas indebidas en el ejercicio del poder y un deslinde con respecto a la impunidad y encubrimiento que caracterizó a los gobiernos neoliberales, una forma de despejar la ambigüedad legal que ha imperado sobre las responsabilidades de la figura presidencial y una reafirmación del principio de soberanía popular contenido en el artículo 39 de nuestra Constitución Política”.
La realización de la consulta popular permitiría –según el jefe del Ejecutivo- evitar más actos ilícitos cometidos en el ejercicio de los poderes presidenciales, eliminar dudas acerca de dos artículos de la Constitución: el 108, que define las responsabilidades de las personas en el servicio público y el 39 en el que se enfatiza que la soberanía le pertenece al pueblo. Vale la pena concentrar la atención sobre lo anterior, porque revela algunas cosas interesantes acerca del modo de entender la justicia penal, y quizá toda la esfera jurisdiccional, por parte del Ejecutivo, pero no sólo por él, desgraciadamente.
Examinando el lenguaje del apartado 14º es evidente que para el autor de la iniciativa es suficiente que se lleve a cabo la consulta para obtener los altos objetivos que se pretende alcanzar. No se menciona el resultado porque se da por sentado que a tal pregunta la respuesta sería que, por supuesto, se está de acuerdo para que se inicien procesos contra los expresidentes. Y tampoco se menciona lo que seguiría después de la respuesta afirmativa: la investigación, el juicio, el fallo.
Una suposición, ésta, que se funda en la percepción difundida, probablemente más que cierta (pero que habría que demostrar, claro) de que en el ejercicio del poder político existen amplias áreas en las que los intereses privados “viajan” tranquilamente a expensas de los intereses de la colectividad; pero que revela también una cierta ingenuidad político-jurídica y un uso “desaliñado” del lenguaje, absolutamente incomprensibles e injustificable. Se le atribuye, en suma, a la consulta, no a su resultado ni al de un eventual juicio, una función taumatúrgica, capaz de superar las dificultades semántico-lingüísticas de la interpretación de la Constitución.
Pero a la consulta se le atribuye además otra función, no menos importante pero igualmente salvífica: la de activar la función procuradora de justicia, o sea nada más y nada menos que superar las inercias paralizantes de unas fiscalías –la general pero también las de las entidades federativas- que en buena medida han determinado hasta hoy, incluyendo los casi dos años en los que el autor de la petición de la consulta ocupa la silla presidencial, la impunidad que tanto él lamenta. En este sentido una pregunta que exigiría una inmediata respuesta pública sería la siguiente: ¿la Fiscalía General de la República está investigando hechos como los que se mencionan en la petición, y si no es así, por qué?
No se puede disentir, creo, de lo que el Ejecutivo aduce en la exposición de motivos, o sea que –no lo quiere ver sólo quien no quiere verlo- la procuración de justicia en nuestro país ha sido –y lo es por desgracia- un instrumento para castigar a los más débiles, pero también para usarlo contra los enemigos y proteger a las amistades, en una especie de juego macabro mediante el cual yo te protejo ahora para que tú hagas lo mismo conmigo y los míos.
Lo que sucede, contrariamente a lo que la gente piensa, y que se confirma en el desarrollo de la petición, es que las fiscalías no son autónomas e independientes, a pesar de su solemne y sonora proclamación como tales en la Constitución. No es con las palabras que se pueden crear estados de cosas como la independencia y la autonomía de una institución, sino con los hechos; y los hechos son, precisamente, que no solo los procedimientos para nombrar a sus titulares –similares sea que se trate de la FGR que de las fiscalías locales- a final de cuentas lo dejan en manos del Ejecutivo, sino que en la práctica su actuación pasa por el consenso del Ejecutivo. Y los mismos hechos evidencia, en efecto, un comportamiento generalizado de las fiscalías que confirma su colocación dentro de la esfera de influencia del Poder Ejecutivo, y, por consecuencia.
Esta personalización, concentrada en la figura del Ejecutivo, de la procuración de justicia se percibe de manera clara en la exposición de motivos de la petición de consulta. En el apartado 13º, en efecto, es evidente que el Ejecutivo asume que entre sus prerrogativas se encuentra la importantísima función –que en un Estado constitucional de derecho no sería de su competencia- que la Constitución le reserva a la Fiscalía:
“He dicho y reitero –escribe el Ejecutivo-, que yo votaría por no someter a los expresidentes a proceso. Sin embargo, de realizarse la consulta, respetaré el fallo popular, sea cual sea, porque en la democracia el pueblo decide, y por convicción me he propuesto mandar obedeciendo. En otras palabras, nunca traicionaré la confianza del pueblo y no seré cómplice de la impunidad ni voy a ser tapadera de acciones turbias del pasado, pero tampoco pretendo impulsar represalias contra nadie porque, como lo he afirmado en numerosas ocasiones, no es mi fuerte la venganza”.
Su postura –y no la de un simple ciudadano, sino la de un titular del Poder Ejecutivo- es que no se someta a proceso a los expresidentes, porque “no pretendo impulsar represalias contra nadie porque … no es mi fuerte la venganza”. En esas palabras, como en otras de la exposición de motivos, aparece en toda su evidencia la cristalina –y preocupante- contradicción entre la emotiva declaración de la Fiscalía como “órgano público autónomo, dotado de personalidad jurídica y patrimonio propio” y su sustancial dependencia de Poder Ejecutivo, o sea entre el mundo de lo que debe ser (el ejercicio de la acción penal independiente y autónoma por parte de la Fiscalía, respetuosa del mandato constitucional), y el ser efectivo, la cruda realidad, en donde se manifiesta que ese mandato no se cumple o se cumple en función de la voluntad del Ejecutivo. Una contradicción que no solamente se observa en la ausencia de investigaciones acerca de hechos que de manera estridente generan sospecha de fuertes irregularidades administrativas, por parte de titulares de las fiscalías en los sexenios que se mencionan, sino que también es posible observar en la (no) acción del fiscal actual durante los casi dos años que aparece al frente de la institución.
En muchos comentarios se ha manifestado críticamente, no lo repetiré ahora, la inutilidad de una consulta con la cual se le pide a la persona electora que manifieste si está de acuerdo con que se realicen actos que la Constitución considera obligatorios. La función de investigar, perseguir y eventualmente castigar actos ilícitos como los que se mencionan en la petición no es una función optativa; se trata, como es bien sabido, de un deber constitucional, el deber que habitualmente se expresa con la enunciación de que el Ministerio Público actúa “de oficio”, es decir no apenas llega a su conocimiento un hecho susceptible de ser calificado como ilícito. Y por esa razón hubiera parecido racional una decisión unánime de la Suprema Corte, formada por expertas del derecho, para declarar la inconstitucionalidad de la petición de la consulta; no existiendo la posibilidad de declararla ociosa y ridícula en el marco de las relaciones entre los poderes del Estado, su carácter de inconstitucional era, me parece, a todas luces evidente.
En términos más generales, por otra parte, se debe considerar otro elemento, no menos preocupante, de la solicitud del Ejecutivo cuando se apela a la soberanía del pueblo y a la idea de una democracia participativa a través de la cual transforma la acción política. A tal elemento le subyace, en la sombra, la convicción populista y demagógica de que la política, lavándose las manos, debe reflejar aquello que la voluntad soberana del pueblo decida. Y así, si las masas piden que se procese a Jesucristo y no a Barrabás, eso se debe hacer; y lo mismo se debe hacer si el pueblo opta por destruir la democracia y dejar el poder en manos de un tirano, por la pena de muerte, por la lapidación, etc.
Pedirle al pueblo que se exprese para que la Fiscalía haga lo que es su deber, significa tratar de asignarle a la voluntad popular la capacidad de orientar la acción política y, en este caso, la política criminal del Estado. Significa, además, superar de manera subrepticia –engañosa vamos- el mecanismo de representación política en el que se funda la deliberación democrática para la toma de decisiones que impactan una comunidad. En otras palabras, paradójicamente, con la consulta de hecho a la voluntad popular se le asigna un lugar en la esfera pública que debilita los procedimientos democráticos que están detrás de la representación política y de las decisiones que ésta debe tomar en cuanto tal.
Si ésta es la realidad que el Ejecutivo imagina como el estado de cosas ideal –una acción de la política que sigue paso a paso lo que el pueblo soberano desea- no creo que, al contrario, sería una realidad que abriría las puertas a la irracionalidad; el pueblo no tiene, necesariamente, la razón de su lado, el pueblo en muchas ocasiones -como conjunto, como masa- decide en función de impulsos y motivaciones viscerales. Cualquiera, inclusive quienes podríamos considerarnos más racionales e indiferentes, en ciertos momentos de la vida cotidiana, se inclina a tomar decisiones siguiendo esos cauces; y si no lo hace, no lo hacemos, es porque en un resquicio de nuestra mente vislumbramos una opción diferente, una opción racional.
El poder político, sobre todo en sus declinaciones ejecutiva y administrativa, tiene la legítima potestad -si es elegido o elegida democráticamente- para poner en acto los instrumentos que considera adecuados para llevar a cabo un programa de Gobierno dentro del marco constitucional; y no necesita, para ello, ninguna otra legitimación que no sea aquella que le deriva de la elección popular. Pero esa legitimación, que le asegura un margen de acción determinado por la ley (que es igual para todos) no le exime de ninguna responsabilidad penal y/o administrativa.
La descabellada hipótesis, fundada en una no muy clara idea de democracia participativa como estructura remedial para los males que nos aquejan, de dejar en manos del pueblo decisiones como la procuración de justicia, corre el riesgo de dejar la puerta abierta para la irrupción de peligrosos escenarios plebiscitarios en un contexto, como el mexicano, en el que paradójicamente parece renacer de sus cenizas la figura de la persona que llega a la meta de manera solitaria, la figura de la persona fuerte capaz de representar la voluntad popular.
Después de estas consideraciones, el fallo de la Suprema Corte (seis ministros contra el proyecto mediante el cual se declaraba inconstitucional la petición de la consulta, contra cinco a favor) francamente contiene elementos que suscitan fuertes perplejidades. Perplejidades, es obvio, no entre quienes –muchos de ellos seguidores del Ejecutivo y de su partido- festejan el hecho de que ahora sí el pueblo manda y que por ello se acabará con la corrupción y la impunidad. Se pueden entender tales observaciones en una ciudadanía cansada de observar, como el mismo Ejecutivo subraya en la exposición de motivos, el saqueo de las finanzas públicas y el desvío de los recursos hacia bolsillos privados; el desencanto es tal que, en efecto, a nadie debería sorprender ese pensamiento. Otra cosa, sin embargo, es lo que resulta de un análisis menos partisano. En ese sentido fuertes perplejidades genera la posición del ministro Zaldívar cuando sostiene, en la apertura de su discurso, que “no podemos cerrar las puertas a la opinión ciudadana por temor a un escenario catastrófico de populismo penal”. Al contrario, en un Estado constitucional de derecho, desde cualquier trinchera y más desde una Suprema Corte que reclama su puesto entre los tribunales constitucionales, existe el deber de oponerse a toda forma de populismo, tanto penal como político, por los severos riesgos que conlleva.
Hemos asistido, me parece, a un deleznable malabarismo jurídico, pero también político. Jurídico porque ha consistido en un juego cuyo objeto han sido las leyes del Estado de diferentes jerarquías, manipuladas ventajosamente a través de la interpretación; lo que no sorprende, en sí mismo, porque la interpretación del lenguaje jurídico en sus relaciones con los hechos constituye una praxis inevitable. Pero, por otra parte, porque la interpretación que ha permitido el resultado que todos conocemos de alguna manera no encaja con el saber común jurídico, con un concepto de derecho en el todo se juega alrededor de la integridad de sus prácticas sociales: y la experiencia jurídica forma parte de ellas.
Político porque con la consulta el Ejecutivo, en virtud también de otras consultas realizadas al margen de su paso por la Suprema Corte, da la impresión de buscar una legitimación, para actuar o no actuar, que no le es necesaria y que ni siquiera le compete; y da, además, la impresión de que por medio de ellas, o de otras que pudieran presentarse en el futuro, su proyecto de gobierno no solo se concreta en la toma de las decisiones habituales en los ámbitos públicos; sino que, además se proyecta hacia el uso de la voluntad popular para el tratamiento de las estructuras fundamentales del Estado, la procuración de justicia entre ellas.
Un malabarismo político en otro sentido, además: el que tiene que ver con la decisión de la Corte. Muchas, si no es que todas, las decisiones de una Suprema Corte (o de un Tribunal Constitucional), tienen un evidente significado político y quien lo niega o peca de ingenuidad o, al contrario, peca de mala fe.
El fallo de la Suprema Corte es, en suma, político, porque político era el sentido de la petición y política era la pregunta original planteada por el Ejecutivo. Por supuesto, ninguno de los ministros de la Corte ni quienes votaron a favor de la constitucionalidad de la consulta y ni quienes se pronunciaron contra él admitirán nunca ni bajo tortura que con sus sentencias hacen política. Y, muy probablemente, cuentan con buenas razones de orden prudencial y pragmático para no afirmarlo públicamente.
Pero desde el punto de vista externo, de parte de quienes observan el funcionamiento de la esfera pública, no creo que existe la menor duda que así sea; como tampoco existe, bajo el supuesto de un examen racional de la solicitud y del fallo de la Suprema Corte, que los ministros que lo sostuvieron y que modificaron el sentido de la pregunta que se someterá a la ciudadanía electora, no están haciendo buena política. Esa buena política que, como Tribunal Constitucional, una denominación que la Corte reivindica con determinación, le correspondería, o sea una política que dé como resultado la tutela de la Constitución, la vigilancia acerca de las relaciones entre los poderes del Estado y última, mas no menos importante, la garantía de los derechos fundamentales, involucrados en diferente medida, de todas y todos los mexicanos.
La independencia, la autonomía del pensamiento y de la acción no son estatus que por sí sola su proclamación constitucional puede realizar. Son manifestaciones cuando la función de los actores públicos los declina en modo perceptible, que tienen su origen en un sentimiento interno que inclina su comportamiento como si no tuvieran, en medida igual, ni temores pero tampoco expectativas.
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